Desde el aire, un grupo de edificios inmensos se ven aglutinados frente a la bahía, a su alrededor, el resto de la Ciudad de Panamá se expande a la selva, a las montañas, al mar o al canal de Panana.
Es media mañana, a pesar del sueño y las colas de gente que desde la madrugada estaban en el aeropuerto de Maiquetía y su ineficaz organización, sin entrar en detalle del mercado negro de dólares en pleno pasillo, la idea de estar fuera del país es reconfortante, no por la vanidad del viajero, sino por la posibilidad de comparar la dinámica de otras naciones, que a la larga nos remitirá a valorar nuestro país.
Partamos que todo viaje de vacaciones está enmarcado dentro de la imagen de la postal turística, desde ese marco es el que vemos y en muchos casos puede dar un diagnóstico falso. Ante esta dificultad y en aras de no convertir las vacaciones en un viaje antropológico formal, decidí algunas formas de aproximación: comparar dentro de la misma escala de valores; es decir; el centro con el centro de nuestras ciudades, las avenidas principales con nuestras avenidas principales, y así sucesivamente. La segunda, no hablar de política. La tercera, establecer una mirada histórico colonial, prehispánica y literaria del lugar desconocido.
Ocho horas para conocer la ciudad de Panamá en una escala enorme sería suficiente, luego, partir en la noche a Cancún, ponerme debajo el sol durante una semana, intentar llegar a lugares prehispánicos y coloniales de la península de Yucatán, luego de una despedida familiar seguir con mis padres a Ciudad de México, en una viaje por tierra que nos llevaría por el golfo de México, para luego ascender a una de las ciudades más pobladas del mundo con más de 25 millones de habitantes y con una historia telúrica deslumbrante.
La primera sensación de Panamá, no es que esté dolarizada o que los artículos del mundo global cuesten mucho menos, lo que primero que se valora son sus avenidas y edificios, como si una ola de inversión y progreso desde el punto de vista del capital hubiesen llegado por todos los flancos, es evidente la sensación de que las cosas han mejorado en poco tiempo.
Desde el cerro Ancón la vista es inmejorable, es el primer lugar a donde nos lleva Ángel, un moreno gordo, de semblante tranquilo, hablaba como Rubén Blades, y con su melodía hacia las veces de anfitrión nacional. Lo contratamos para un citytour por la ciudad, era la mejor opción para sacarle provecho a las pocas horas de estadía en ese país.
Desde la montaña se veía el canal de Panamá, el centro histórico, el puente de las Américas, el manojo de edificios gigantes, era una mañana con poco sol y muy húmeda.
Ya era medio día y el sol impregnó toda la ciudad. El recorrido fue corto pero impactante, las casas blancas, la nueva casa de Blades, la plaza Francia y su pequeño malecón que luego se interna por unos pasillos donde las ventas de artesanía indígena decoran con sus colores. Almuerzo en una zona de oficinas, lejos de los altos precios para turistas y luego el objeto central de esa visita: conocer el Canal.
Gente de todo el mundo, una voz anónima por alto parlante va relatando la historia de más de un siglo y describe los barcos que van descendiendo por las esclusas. Sin duda, la experiencia estremecedora de una obra de arquitectura gravitacional. Era el comercio del mundo trasladado de un océano a otro.
La tarde ahora es lluviosa, no dejó que nadie se moviera, pero también ya era hora de volver al aeropuerto de Tucumán, a estas alturas Ángel, ya bostezaba y la frescura de la mañana se iba con el día, durante el retorno, varios autobuses viejos que ellos llaman Los Diablos Rojos, con ornamenta kirsch, se atravesaban por la calles mientras subían o bajaban pasajeros. Veremos qué pasa.