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Crónicas y series fotográficas de José Alexander Bustamante

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8.05.2010

El contexto deportivo


El fútbol (y casi todo el deporte) buscó territorios fuera del terreno de juego y abrió su contexto a las relaciones sociales en lo que conocemos como “mercado”. Al convertirse en producto más que en acción lúdica, el placer deportivo es un gran negocio en todo el mundo, se prohíbe perder, como dijo hace poco Eduardo Galeano en una entrevista a un periodista mexicano.
La lista de los proveedores del fútbol comienza desde los empleados del mismo estadio y termina en cada espectador que cambió la cancha por el televisor y puede ver un juego en vivo en cualquier parte del mundo, y en HD.
En medio de esa cadena comercial están las marcas deportivas, la prensa del corazón, los medios de comunicación, los gobiernos de muchos países. Pensar que el contexto deportivo es sólo lo que sucede dentro de la cancha y poco más de sus alrededores es una ingenuidad periodística.
La Copa Mundial, la Copa América o la Eurocopa son organizadas bajo el amparo de sus gobiernos nacionales y por extensión se convierten en asuntos de estado. Hace pocas semanas el gobierno argentino compró los derechos televisivos del fútbol en una polémica de más de 500 millones de dólares, donde PDVsur es uno de sus patrocinadores principales, como lo es PDVSA en el uniforme del EMELEC de Guayaquil (¿y los gastos suntuarios?.

           
           Cuántas veces hemos dejado de ver un evento deportivo por la interrupción o anuncio de una cadena de televisión. Cada vez que se va la luz, por ejemplo, la red social que ha construido el deporte se ve alterada.
El histórico triunfo de Venezuela ante Nigeria mucha gente lo vivió desde mensajes de textos por celulares ya que media ciudad no tenía electricidad. Entonces vemos que el servicio eléctrico, aunque no sea evidente, también forma parte del contexto deportivo, porque dicho contexto se inserta en la sociedad, la red social del deporte es tan grande que es una de las cosas en que más se parece a la Literatura.

Es decir, formas de expresión cultural que penetran a todas las capas sociales, como la publicidad o los medios de comunicación, salvo que estos últimos contienen diversos valores morales que en la mayoría de los casos se pueden someter al cuestionamiento.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que el contexto (del latín contextus), es el “entorno lingüístico del cual depende el sentido y el valor de una palabra, frase o fragmento considerados, el entorno físico o de situación, ya sea político, histórico, cultural o de cualquier otra índole, en el cual se considera un hecho” entre otras acepciones menores.
Todo sistema se inserta en otro sistema y así hasta el infinito en una forma geométrica que podemos visualizarla como en la Biblioteca de Babel de Borges. Son hechos de toda índole.  No es poca cosa que Xavi y Pujol hayan festeado la copa del Mundo con la bandera de Cataluña y no la de España. Pensar que la política y el fútbol no tienen una vinculación, es un macro estado de conocimiento.


Todo contexto en un entorno, como las capas de una cebolla, separarlo del todo es un estudio pormenorizado de un aspecto: el jugador, el estadio, las redes de marketing, el servicio eléctrico, la seguridad de los organismos del Estado como la Policía o la Guardia Nacional. Vemos que todo se involucra.
Las páginas o los programas audiovisuales deportivos no cumplen una función de entretenimiento únicamente, también son portadoras del contexto deportivo, entendiéndose por este algo más que los lugares comunes que reproducen buena parte del llamado periodismo deportivo, que en pocas ocasiones investigan o reflexionan sobre el contexto en sí, tan sólo se limitan a la descripción básica de los hechos y no profundizan en la diversidad de variables del entorno deportivo y social. Veremos qué pasa.

Los hijos del carnaval


En Pasto, Colombia, presencié un extraño carnaval. Fue enero de 1997. En una escala de un viaje por tierra a Quito observé que la gente estaba pintada de negro, de buena y mala manera.
El taxista comentaba que eran los carnavales, era día de Negros, al día siguiente –relataba con orgullo- sería día blancos: habría un desfile de cierre del carnaval y todas las personas que salieran a la calle deberían aceptar que le arrojaran cualquier cosa blanca: desde talco, cal hasta pintura.
En casa de Ramiro Román, me contaba que era parte de una tradición que venía desde la colonia. Durante dos días la sociedad se igualaba en una fiesta, los roles cambiaban, como una válvula de escape a la disparidad social. Cada comienzo de año repite en Pasto la misma ceremonia.


En 2008, en otro taxi, ahora en Río de Janeiro, veía el “Sambódromo” de esa ciudad, un espacio para el carnaval, “el más famoso y más grande del mundo” recordé el primero. Una conexión mental desde la festividad de la máscara, del rostro oculto.
Con la asignación del Mundial de 2014 y las Olimpiadas en Río dos años después, podemos concluir que Brasil despegó, - bueno ya había despagado- . Ahora sacó una ventaja de progreso inalcanzable para el resto del Latinoamérica, sin embargo, es el país con los indiciadores raciales más altos de América Latina. Los carnavales de Brasil, como todo carnaval, es una muestra de la mentalidad colonial que rige a nuestros países. Podríamos decir que en la medida que el carnaval es más importante, en la misma medida estamos en presencia de una sociedad altamente racista. Cada carnaval es un espejismo de fiesta pública. Toda máscara oculta un rostro verdadero.
            Basta recordar que antes de la era Pelé, la selección de fútbol de ese país estaba integrada por gente blanca. En adelante, el fútbol mostró una cara menos racista y tuvo que ceder a la mayoría negra que practica este deporte. Era una dinámica indetenible.
Sería una ingenuidad pensar que en Brasil los negros tienen un espacio para la conformación de su sociedad, salvo el fútbol, los altos funcionarios de toda la red social son blancos y en algunos casos mestizos, desde el presidente y todos sus ministros, salvo Gilberto Gil, llamado el Ángel Negro, músico e intelectual quien fuera Ministro de Cultura con “Lula”.


Un ejercicio de memoria es necesario: en la autopista de Rio de Janeiro a Sao Pablo están las pequeñas ciudades cercanas al gran parque industrial de ese país, es curiosos observar que al lado de los estacionamientos de las fábricas hay una suerte de garaje techado (por no llamarlo galpón) donde cientos de bicicletas cuelgan como vacas en un matadero a la espera de sus dueños. Son el transporte de la mano de obra, en su mayoría negra. De igual forma los choferes y vigilantes, los dependientes de tiendas, son todos negros. El acceso a la universidad para los negros ahora es una pelea que se libra en las altas esferas de Brasilia.
 Así como en las Olimpiadas de Beijing se intentó hacer un llamado por los delitos humanos que ese país ha hecho y hace con el Tíbet (cosa que no nunca vi señalar en el en los medios de comunicación), con seguridad el racismo será un tema paralelo que intentará la denuncia desde la abundancia mediática en el Mundial y en las Olimpiadas de Río.
Será la población negra la que servirá  de motor para la construcción de toda la infraestructura para ambos eventos. El empleo bajará rotundamente, la pobreza y crecerá el bienestar social.
Sólo las Olimpiadas dejarán a la ciudad de las favelas más de 14 mil millones de dólares. Haciendo una odiosa comparación, con el ingreso petrolero de Venezuela en los últimos años se pudo, -en pasado- haber realizado unas 50 Olimpiadas y unos 30 mundiales de fútbol. Comparación que nos remite a la incógnita de la (in)capacidad de nuestra administración pública. En términos viscerales se podría definir como despilfarró y corrupción.
Con estos dos eventos y la infraestructura de los últimos quince años, Brasil despegó: adiós Brasil, que te vaya bien, te deseamos mucha suerte en el camino al desarrollo, en camino de la práctica aristotélica. Nosotros veremos por televisión, en nuestro propio carnaval, el de ocultarlo todo para que las apariencias nos engañen. Veremos qué pasa.

Las reinas del petróleo


A comienzos de los años ochenta del siglo pasado, Venezuela  comenzó a ser noticia porque sus mujeres ganaban certámenes de belleza (sin mencionar las telenovelas, donde las mises sustituirán el talento de las actrices). Por eso los paralelismos históricos contribuyen a enriquecer la conciencia crítica.
Aquella era una época de petróleo caro (recuerden la guerra entre Irán- Irak), casualmente vivíamos con gobiernos que compraban muchos armamentos e importaban mucha comida y artefactos de consumo masivo de todo tipo.
Venezuela fue el primer país de América Latina en comprar una gran flota de aviones F-16 para defenderse de una guerra imaginaria, una inversión millonaria. Hoy son aviones que están a punto de ser objetos de un museo o chatarra. Derroche confundido con inversión. Cada compra de armas es un desperdicio.


De las reinas de belleza salieron los nombres de los barcos petroleros: Pilin León, Irene Sáez, Bárbara Palacios y otras hermosas mujeres. Luego del paro petrolero, llegó el fin de ese reinado por los mares y los barcos fueron bautizados con nombres que intentan reivindicar la historia del país.
            Desde el canon posmoderno de la belleza; sobre las mujeres del Caribe se ha construido un modelo de la belleza desde el mestizaje, donde las venezolanas han sido privilegiadas y la cirugía estética ha dado aportes maravillosos.
Los certámenes de belleza se convirtieron en ese escenario. Pasaron de ser una actividad casi folclórica, un concepto ingenuo de la competencia, una actividad pintoresca digna de una fiesta agraria de una comunidad, un pueblo y se convirtió en algo que cuesta creer: el orgullo nacional.


Un concurso de belleza es lo más alejado a una experiencia erótica, aplicando la idea de Bataille. Y se aleja aún más de la idea de la moda. Todo lo contrario, el mundo refinado del vestido los ve como una actividad de mal gusto, las mises son “top model exprés”. Muchas ni siquiera saben caminar por una pasarela o un escenario. Es el “sueño sensacional”, es un show para un público que carece de conciencia crítica, es el triunfo de un país que no produce pocas ideas, descubrimientos científicos, baluartes deportivos, intelectuales o artísticos que merezcan un reconocimiento al esfuerzo.
Desde otro punto de vista, un certamen de belleza eclipsa la capacidad de triunfo y logros que puede ofrecer una sociedad al mundo.
La belleza de una mujer es caricaturizada con estos certámenes, como es patética la cultura con las fiestas de toros, o vemos como el deporte se aleja de su esencia con el boxeo, el hipismo o el automovilismo.
Un certamen de belleza para una sociedad sin conciencia crítica es como darle un valor universal a un campeonato mundial de Bolas Criollas. No hay  que confundir el divertimento con la capacidad creadora, ni la banalidad con el éxito, ni la belleza con lo fugas.
Desde un nivel sociológico el triunfo de un certamen de belleza en Venezuela genera en la sociedad una alegría digna de un premio Nobel, un Mundial de Fútbol o cualquier logro nacional, no desde el esfuerzo profesional sino desde la explotación de un atributo físico (remodelado por la cirugía), una suerte de petróleo visual, la riqueza de la naturaleza.
No deja de ser una curiosidad, digna de una nota de prensa, alguna entrevista por televisión, ver una mujer hermosa que se cree la más linda del universo, o se lo hacen creer, como si el universo fuera del tamaño de un escenario de televisión. Como si el concepto de la belleza fuese una franquicia de un magante norteamericano. Veremos qué pasa.


8.04.2010

El fútbol y los toros


En momentos absolutamente lúdicos el fútbol entona el “olé… olé”. Un préstamo eufórico de la siempre controversial fiesta taurina[1]. La curiosidad del espectáculo une al fenómeno mundial con la curiosidad regional de los toros: los “olé” se cantan en algunos pasajes, un momento de encuentro entre los asistentes y los jugadores.
Juan Nuño, filósofo y crítico de cine español/venezolano publicó aquel memorable artículo titulado: El fútbol, la muerte y los toros donde analizaba las particularidades de las dos actividades unidas por el coro del “olé”.
El canto sale de las tribunas cuando uno de los dos contrincantes (el torero o el equipo que gana, golea y juega bien) domina la escena y falta poco para la culminación de la jornada.
El canto del “Olé” en el fútbol es un deleite al juego y una manera de demostrar la superioridad al rival que está al frente, por el contrario en los Toros, es el anunció de la muerte del animal, lejos de ser arte, es un ritual primitivo.


Queda claro que existe una fuerza cultural que se resiste al sospechoso acto de la vida y la muerte de la llamada “fiesta brava”. Por eso no es poca cosa que la legislación descentralizada de Cataluña haya prohibido esta actividad que suele adjudicarse a toda España.
Curiosamente en momentos de nacionalismo, descolonización y revolución, (que no es lo mismo aunque compartan conceptos), llama la atención que los Toros persisten en el tiempo en muchas ciudades venezolanas como  una actividad tan colonial como la esclavitud. Nos retrocede culturalmente a no menos de cuatrocientos años.
Como toda actividad cultural, en el caso de los Toros, era un entretenimiento campestre que desde las plazas de los pueblos se popularizó el enfrentamiento hombre-bestia, como los rituales funerarios griegos que evolucionaron hasta lo que llamamos juegos Olímpicos (basta con leer la Ilíada).
En el deporte o en el arte no se debe matar a nadie durante el espectáculo, que es el punto neurálgico del debate respecto a los Toros: la muerte del animal.


Los Toros se asemejan más al circo romano y al circo medieval europeo. El hombre y el animal en un particular espectáculo para la masa. Sabemos que el acto de muerte del antiguo imperio romano era un entretenimiento primitivo.
La popularidad de los Toros está limitada a una zona geográfica del España, Francia, Portugal y América Latina, lo que los convierte más en una “curiosidad” que en un fenómeno cultural, atractivo al turismo, una curiosidad que roza el campo de la antropología que se enfoca al estudio de sociedades tribales, que desde lo económico beneficia a un grupo de familias que han hecho de la cría y venta de toros de lidia una actividad comercial. Veremos qué pasa.


[1] Tauromaquia,  carnicería taurina o un acto primitivo de la muerte para saciar el frenesí demoledor y destructivo que lleva el hombre en sus entrañas.