Gentiliza de Diomedes Cordero, al compartir el artículo publicado el 17 de este mes por el reconocido escritor español Javier Marias, en su habitual espacio Zona Fantasma del diario El país de Madrid:
“El librero Antonio Méndez me lo venía reclamando desde hacía ya semanas, lo mismo que su joven hijo Borja. Les contesté: “Hombre, aún es pronto, acaba de iniciarse la temporada”. Mis compañeros de la Academia José Manuel Sánchez Ron y Luis Mateo Díez, caballeros ponderados, se dividieron: el segundo me recomendó paciencia; el primero, tras dudar, se decidió a animarme: “Sí, quizá ya es hora”. La verdad es que abrigaba la esperanza de llegar por lo menos hasta la mitad de la Liga sin tener que escribir este artículo. Incluso deseaba –contra todo pronóstico– no escribirlo en absoluto, pese a que anuncié aquí mismo hace unos meses, cuando todavía no se había materializado la amenaza, que, si se consumaba, me costaría seguir siendo del Real Madrid este curso, tras mi fidelidad desde los siete años. La razón de mis dudas tenía nombre: José Mourinho, el prototipo de entrenador que no soporto y el más antimadridista de todos los imaginables. En las últimas campañas he ido contra sus equipos, y para ello he debido violentarme un poco en un caso, nada en el otro. El Chelsea era, de toda la vida, mi club inglés favorito, por mis afinidades con el barrio de Londres al que representa. Al comprarlo el magnate ruso Abrámovich y convertirlo en una empresa que destacaba sólo a golpe de talonario, mis simpatías empezaron a decaer, pero se las mantenía. Cuando adquirió como “cerebro” a Mourinho, y en consecuencia desplegó un juego feo, rácano y soporífero, se me agotó la reserva. Al Inter de Milán, en cambio, le profesaba antipatía desde que, en 1964, fue el causante indirecto de la salida del Real Madrid de Di Stéfano. Hoy en día, además, no me gusta que no alinee a un solo jugador italiano en sus filas. Siempre he creído que los equipos deben ser un poco de sus ciudades, o por lo menos de sus países.
Pero claro, la violencia a que hube de someterme para no ir con el Chelsea no es nada comparada con la que tendría que hacerme para ir contra el Madrid: un imposible y un absurdo. Y sin embargo ha bastado un mes de competición (seis partidos de Liga y dos de Copa de Europa) para saturarme, y creo reflejar el sentimiento de muchísimos merengues. Salvo contra el depauperado Dépor, el juego ha sido espantoso. Insustancial, vulgar, torpón, aburrido, sin apenas marcarse goles y con el único mérito (propio de las escuadras medrosas y conservadoras) de no recibirlos. El defensa Carvalho, mano derecha de Mourinho, ha dicho bien clara la tontería: “Es más importante no sufrir ningún gol que meter cuatro”. Ni siquiera saben de números: un equipo que empatara a cero sus treinta y ocho partidos de Liga quedaría imbatido, sí, pero descendería a Segunda, con tan sólo treinta y ocho puntos. Mourinho vino con la fama de que motivaba mucho a los jugadores, los liberaba de presión y daba la cara por ellos. De que les era enormemente leal, cargaba con las responsabilidades y jamás los culpaba. Hasta la fecha ha sido todo lo contrario: tras varios encuentros, manifestó que a Xabi Alonso “no lo he visto jugar todavía”; criticó por omisión a Ramos; confió en la “inteligencia” de Benzema, una manera de insinuar que aún no se la había notado; menospreció a Pedro León y de paso al Getafe. Dudó de la honradez del Sporting de Gijón y rebajó los merecimientos del Barça. Cuando las cosas van mal, se comporta como si no fueran con él. Su actitud es de permanente desprecio hacia cuanto ve u oye. Como se sabe espiado por las cámaras, actúa como un mal actor incesantemente: cuando estampa una botella contra el banquillo, se ve que el gesto no le ha salido de dentro, sino que es una pantomima estudiada, quién sabe si ensayada en casa ante el espejo.
Pero, sobre todo, es triste, casi cenizo. Estamos acostumbrados a que los tremendos horteras de nuestras televisiones califiquen de “glamuroso” a cualquier individuo o individua pedestres y más bien dignos de lástima. Aparte de espúreo y erróneo, es un adjetivo devaluado. Que se pueda considerar “glamuroso” a Mourinho rebasa los límites de mi comprensión. Un hombre con un sempiterno gesto agrio y un injustificado desdén en la mirada; de una personalidad tan gris como sus feos trajes (en España se cree, extrañamente, que mostrarse avinagrado equivale a poseer una “personalidad fuerte”); que ansía la notoriedad y se complace en ella como si fuera un acomplejado o el jurado malasombra de todo concurso televisivo. Todo eso hace de él una figura deprimente y triste y poco inteligente, y lo peor es que esos atributos se los contagia a los jugadores. El Madrid ha sido siempre un equipo alegre: atacante, generoso y al que nunca le ha bastado ganar (a Beenhakker, Capello y Schuster no les bastó para conservar el puesto), sino que ha procurado brindar un fútbol deslumbrante y divertido. Sus representantes han solido ser personas más bien afables y educadas (Molowny, Valdano, Del Bosque), y los patanes nunca fueron en él bien recibidos. Es inexplicable que Florentino Pérez haya creído que un engreído sombrío como Mourinho, ninguno de cuyos equipos ha causado admiración, podía ser el rostro de su club, que es el mío. Da pena ver a Valdano hablar tras cada tedioso partido, con cara de circunstancias y verbo dubitativo, como si tuviera plena conciencia del gravísimo error cometido. Antes de su contratación, un 80% de madridistas expresaron su oposición a Mourinho. De seis partidos, el equipo lleva ya dos sin marcar, y ante rivales muy menores. Y en Chamartín casi no ha habido tarde en la que no se oyeran abucheos. La tristeza de Mourinho lo contamina todo, hasta las gradas”.
Veremos qué pasa.
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