Por José Alexander Bustamante-Molina
Tocamos el timbre. La puerta se abrió sola. Se escuchaba un grupo de música y el murmuro de la gente. A la izquierda una luz amarilla iluminaba la barra de un bar casi vacía. A la derecha, un pasillo en penumbra, pero al instante se veía una sala, gente, y los músicos delicadamente iluminados. Era una banda de jazz en vivo, al finalizar cada canción, los aplausos llevaban la sala. Parecía una escena de Rayuela de Julio Cortázar.
Era casi la medianoche. Veníamos caminando por el laberinto del barrio Gótico, cuando sin darnos cuenta, entramos a la plaza Real, en Barcelona. El frío del otoño no llegaba aún, por lo que la gente además de prolongar la hora de dormir, andaba en ropa de verano, en especial las mujeres.
Gente de todo el mundo. Mujeres hermosas e indiferentes. Mi primo Cesar, un dandi conocedor de todos los rincones, tal ves como pocos, recordó que en uno de los pisos existía un bar. En el segundo piso: el Pipa Club.
De bar en bar, las horas pasaban.
El primo vivía en un segundo piso de un edificio en la calle Girona, a escasas cuadras de Barrio de Gracia, y casi vecino de La Sagrada Familia, la verdad, era todo un lujo, no por el edificio en sí, sino por la ubicación, en pleno centro de un lugar que definiría Roberto Boñalo en su cuento Buba: “la ciudad de la sensatez… la ciudad del resplandor, donde uno se siente bien consumo mismo”, esa es la definición más maravillosa que un escritor jamás haya escrito sobre Barcelona. Según el relato de Bolaño, así la llamaban sus habitantes desde hacía mucho tiempo.
En todo caso poco importa la autoría, a fin de cuentas podría resumir lugares comunes, pero para quien la haya visitado, ese lugar donde uno puede sentirse bien consigo mismo, puede existir en la calles de Barcelona.
El contraste entre la montaña y el mediterráneo, las calles con árboles, limpias, silenciosa, un aire de tranquilidad, eran las condiciones para caminarla y contemplarla. El lugar como uno quisiera que fuera una ciudad para vivir, como nos gustaría que fuera Mérida, esa Mérida de la Avenida Urdaneta, de los parques, limpia, segura[1].
Gente en bicicleta, en patines o patineta, respeto a los peatones, gente caminando a cualquier hora. Gente de todo tipo. Museos, tiendas de curiosidades, muchas librerías, en fin, una aglomeración cultural que ha conseguido un particular sentido de la armonía urbana, esa forma del catalán tan particular, que lo convierte en centro del debate territorial.
Serían días necesarios para sentirse bien conmigo mismo. Era la mitad de una travesía por tierra que me traía desde Oporto, pasando por Madrid. Me esperaba Granada, Sevilla y Lisboa. Veremos qué pasa.
[1] En Barcelona tuve una desagradable revelación: en verdad perdimos nivel de vida. Poco importa señalar culpables. Lo que preocupa, es cómo rescatar el espacio urbano. Las calles limpias, seguras y los espacios públicos como lugares de encuentro y no de embocadas.
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