Cuando Alex Aach recibió de Carlos un pequeño papel con su número de teléfono en Venezuela, nunca pensó que aquel casi insignificante encuentro, el último día del festival de cine en Polonia, sería trascendental en su llegada a Caracas. Si bien la historia suena a comienzo de relato de García Márquez, el hecho en sí, es mucho más que una crónica diaria, que un evento de realismo mágico, es un testimonio.
En la posada de Los Nevados, después de la cena de fin de año, en la mesa contigua estaba Alex (el tocayo) y su novia italiana; Carmen, entablamos la típica conversación de viajeros: de dónde vienen, a dónde van, cuánto tiempo en Venezuela, porqué Venezuela, ya saben, desde cuando en Mérida, algo de fútbol.
Eran de Luxemburgo, donde no tienen liga de fútbol profesional, de manera que la conversación giró con rapidez a los campos de la cultura: primero la literatura y luego el cine, ya que Alex, el tocayo, es director de fotografía en el cine europeo.
Hice una pregunta de rigor: ¿has tomados muchas fotos? , claro, director de fotografía (ha trabajado con Jean-Claude van Damme, Gérard Depardieu, entre otros), supuse que estaba registrando todo el color de los andes tropicales.
Después de su respuesta, tuve no sólo una gran vergüenza, sino salió de mi un extraño brote de sentimiento nacional[1], cuando palpamos por medios de otros testimonios las miradas las realidades que retratan la vida interna venezolana: la inseguridad, una de ellas.
En su arribo a Venezuela, Alex y Carmen, después de salir del aeropuerto de Maiquetía, recibieron el viento fresco del mar Caribe y luego tomaron un taxi “acreditado” desde ese terminal aéreo. Ya en Caracas (una caricatura de capital), el taxista decide llenar el tanque de gasolina. Sorpresa: las puertas traseras son abiertas sorpresivamente, dos hombres armados en complicidad con el taxista, uno por cada lado y pistola en mano dicen las palabras mágicas del terror: “esto es un atraco, sus vidas están en nuestras manos”, después del pánico inicial, como es lógico, sacaron sus billeteras, los pasearon de cajero en cajero, robaron lo que pudieron, y después de dos eternas horas por las calles de la desteñida Caracas los arrojaron, en sentido literal, frente al terminal de La Bandera, donde, como siempre, alguien amable les prestó una tarjeta telefónica y Alex, ahora el recién robado, pudo sacar aquel papelito que le habían dado en Polonia y llama a Carlos, quien sería el salvador de esta pareja de turistas que pisaban por primera nuestro país.
Acostados en los chinchorros de la posada, Alex, seguía contando los detalles. Carmen por su parte, aclaraba algunos pasajes del suceso, del pánico de esa primera impresión de “la capital del cielo”.
Nosotros, indignados, nos hicimos amigos de paseo: viaje al río, un almuerzo amistoso en Mérida, algo familiar, intentando hacer el trabajo de diplomáticos empíricos, lavando la imagen del mal país, y en espacial de su capital, maltrecha por la inseguridad (lo nuestro es un problema de organización, más que político).
Las estadísticas fallan –y mienten- cuando se trata de inseguridad en Venezuela, sólo lo creemos hasta que nos pasa o lo vemos de cerca. La virtualidad de los medios de comunicación nos enajena de las realidades. La verdad se oculta y se desoculta a conveniencia, en palabras de Gadamer. Veremos qué pasa.
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